domingo, 27 de septiembre de 2009

EL LIBRE ALBEDRIO: UN ESCLAVO




Sermón #52 El Púlpito de la Capilla New Park Street 1
Volumen 1 www.spurgeon.com.mx 1
El Libre Albedrío: Un Esclavo
NO. 52
Sermón predicado el Domingo 2 de Diciembre de 1855,
por Charles Haddon Spurgeon,
En La Capilla New Park Street, Southwark, Londres.
“Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”

Juan 5:40.


Este es uno de los poderosos cañones de los arminianos, colocado
sobre sus murallas, y a menudo disparado con un terrible ruido contra
los pobres cristianos llamados calvinistas Yo pretendo silenciar ese
cañón el día de hoy, o, más bien, dispararlo en contra del enemigo,
pues nunca les perteneció a ellos. El cañón no fue construido en la
fundición de los arminianos, y más bien su objetivo era la enseñanza de
una doctrina totalmente opuesta a la que los arminianos sostienen.
Usualmente, cuando se explica este texto, las divisiones son:
primero, que el hombre tiene voluntad. Segundo, que es enteramente
libre. Tercero, que los hombres deben decidir venir a Cristo por ellos
mismos, de lo contrario no serán salvos.
Pero nosotros no lo dividiremos de esa manera, sino que nos
esforzaremos por analizar de manera objetiva este texto, sin concluir
apresuradamente que enseña la doctrina del libre albedrío,
simplemente porque contiene palabras tales como “querer” y “no
querer.”
Ya se ha demostrado más allá de toda controversia, que el libre
albedrío es una insensatez. La voluntad no tiene libertad como tampoco
la electricidad tiene peso. Son cosas completamente diferentes.
Podemos creer en la libertad de acción del individuo, pero el libre
albedrío es algo sencillamente ridículo. Todo mundo sabe que la
voluntad es dirigida por el entendimiento, que es llevada a la acción por
motivos, que es guiada por otras partes del alma, y que es una potencia
secundaria.
Tanto la filosofía como la religión descartan de inmediato la pura
idea del libre albedrío; y yo estoy de acuerdo con la rotunda afirmación
de Martín Lutero que dice: “Si algún hombre atribuye una parte de la
salvación, aunque sea lo más mínimo, al libre albedrío del hombre, no
sabe absolutamente nada acerca de la gracia, y no tiene el debido
conocimiento de Jesucristo.” Puede parecer un concepto duro, pero
aquel que cree con plena convicción que el hombre se vuelve a Dios por
su propio libre albedrío, no puede haber recibido esa enseñanza de
Dios, pues ese es uno de los primeros principios que aprendemos
cuando Él comienza a trabajar en nosotros: que no tenemos ni voluntad
ni poder, sino que ambos los recibimos de Él; que Él es “el Alfa y la
Omega” en la salvación de los hombres.
Nuestras consideraciones el día de hoy serán las siguientes: primero:
todos los hombres están muertos, porque el texto dice: “Y no queréis
venir a mí para que tengáis vida.” Segundo: que hay vida en Jesucristo:
“Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Tercero: que hay vida
en Jesucristo para todo aquel que viene por ella: “Y no queréis venir a
mí para que tengáis vida,” implicando que todos los que vengan,
tendrán vida. Y cuarto: la sustancia del texto radica en esto, que
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ningún hombre por naturaleza vendrá jamás a Cristo, pues el texto
dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.” Lejos de afirmar
que los hombres por su propia voluntad harán alguna vez eso, lo niega
de manera abierta y categórica, diciendo: “Y NO QUERÉIS venir a mí
para que tengáis vida.” Entonces, queridos hermanos, estoy a punto de
gritar: ¿Acaso los que creen en el libre albedrío no están conscientes
que se están atreviendo a desafiar la inspiración de la Escritura? ¿No
tienen ningún entendimiento, aquellos que niegan la doctrina de la
gracia? Se han apartado tanto de Dios que retuercen el texto para
demostrar el libre albedrío; en cambio, el texto dice: “Y NO QUERÉIS
venir a mí para que tengáis vida.”
I. Entonces, en primer lugar, nuestro texto indica QUE LOS
HOMBRES ESTÁN MUERTOS POR NATURALEZA. Ningún ser necesita
buscar la vida si tiene vida en sí mismo. El texto habla de manera muy
fuerte cuando afirma: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Aunque no lo dice con las palabras, efectivamente está afirmando que
los hombres necesitan otra vida que la que tienen. Queridos lectores,
todos nosotros estamos muertos a menos que seamos engendrados a
una esperanza viva.
Todos nosotros, por naturaleza, estamos legalmente muertos: “el día
que de él comieres, ciertamente morirás,” le dijo Dios a Adán; y aunque
Adán no murió en ese momento físicamente, murió legalmente; es decir,
su muerte quedó registrada en su contra. Tan pronto como en Old
Bailey (famosa corte criminal de Londres) el juez se cubre la cabeza con
una gorra negra y pronuncia la sentencia, el reo es considerado muerto
según la ley. Aunque pueda transcurrir todavía un mes antes de que
sea llevado al cadalso para que se cumpla la sentencia, la ley lo
considera un hombre muerto. Es imposible que ese hombre realice
ninguna transacción. No puede heredar nada ni puede hacer un
testamento; él no es nada: es un hombre muerto. Su país considera que
no tiene ninguna vida. Si hay elecciones, él no puede votar porque está
considerado como muerto. Está encerrado en su celda de condenado a
muerte, y es un muerto vivo.
¡Ah! Ustedes, pecadores impíos, que nunca han tenido vida en
Cristo, ustedes están vivos hoy, por una suspensión temporal de la
sentencia, pero deben saber que ustedes están legalmente muertos; que
Dios los considera así, que el día en que su padre Adán tocó el fruto, y
cuando ustedes mismos pecaron, Dios, el Eterno Juez, se puso una
gorra negra de Juez y los ha condenado.
Ustedes tienen opiniones muy elevadas acerca de propia posición, y
de su bondad, y de su moralidad. ¿Dónde está todo eso? La Escritura
dice que “ya han sido condenados.” No tienen que esperar el día del
juicio para escuchar la sentencia (allí será la ejecución de la sentencia)
ustedes “ya han sido condenados.” En el instante en que pecaron, sus
nombres fueron inscritos en el libro negro de la justicia; cada uno ha
sido sentenciado a muerte por Dios, a menos que encuentre un
sustituto por sus pecados en la persona de Cristo.
¿Qué pensarían ustedes si entraran en la celda de un condenado a
muerte, y vieran al reo sentado en su celda riéndose muy feliz? Ustedes
dirían: “Ese hombre es un insensato, pues ya ha sido condenado y va a
ser ejecutado; sin embargo, cuán feliz está.” ¡Ah! ¡Y cuán insensato es el
hombre del mundo, quien, aunque tiene una sentencia registrada en su
contra, vive muy contento! ¿Piensas tú que la sentencia de Dios no se
cumplirá? ¿Piensas tú que tu pecado, que está escrito para siempre con
una pluma de hierro sobre las rocas, no contiene horrores en su
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interior? Dios dice que ya has sido condenado. Si tan sólo pudieras
sentirlo, esto mezclaría gotas amargas en tu dulce copa de gozo; tus
bailes llegarían a su fin, tu risa se convertiría en llanto, si recordaras
que ya has sido condenado. Todos nosotros deberíamos llorar si
grabáramos esto en nuestras almas: que por naturaleza no tenemos
vida ante los ojos de Dios; que estamos en realidad, positivamente
condenados; que tenemos una sentencia de muerte en contra nuestra,
y que somos considerados por Dios tan muertos, como si en realidad ya
hubiésemos sido arrojados al infierno. Aquí ya hemos sido condenados
por el pecado. Aun no hemos sufrido el correspondiente castigo, pero la
sentencia ya está escrita y estamos legalmente muertos. Tampoco
podemos encontrar vida a menos que encontremos vida ante la ley en la
persona de Cristo, de lo que hablaremos más adelante.
Pero además de estar legalmente muertos, también estamos muertos
espiritualmente. Porque además de que la sentencia fue registrada en el
libro, también se registró en el corazón; entró en la conciencia; obró en
el alma, en la razón, en la imaginación, en fin, en todo. “El día que de él
comieres, ciertamente morirás,” se cumplió, no solamente por la
sentencia que fue registrada, sino por algo que ocurrió en Adán. De la
misma forma que en un momento determinado, cuando me muera, la
sangre se detendrá, cesará de latir el pulso, los pulmones dejarán de
respirar, así el día que Adán comió del fruto, su alma murió. Su
imaginación perdió su poder maravilloso de elevarse hacia las cosas
celestiales y ver el cielo, su voluntad perdió el poder que tenía para
elegir siempre lo bueno, su juicio perdió toda la habilidad anterior de
discernir entre el bien y el mal, de manera decidida e infalible, aunque
algo de eso fue retenido por la conciencia; su memoria quedó
contaminada, sujeta a recordar lo malo y olvidar lo bueno; todas sus
facultades perdieron el poder de la vitalidad moral. La bondad, que era
la vitalidad de sus facultades, despareció. La virtud, la santidad, la
integridad, todas estas cosas, eran la vida del hombre; pero cuando
desaparecieron, el hombre murió.
Y ahora, todo hombre, está “muerto en sus delitos y pecados”
espiritualmente. En el hombre carnal el alma no está menos muerta de
lo que está un cuerpo cuando es depositado en la tumba; está real y
positivamente muerta: no a la manera de una metáfora, pues Pablo no
está hablando de manera metafórica cuando afirma: “Y él os dio vida a
vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.”
Pero, queridos lectores, nuevamente quisiera poderles predicar a sus
corazones en relación a este tema. Ha sido algo penoso tener que
recordarles que la muerte ya está registrada; pero ahora tengo que
hablarles y decirles que la muerte ya ha ocurrido, efectivamente, en sus
corazones. Ustedes no son lo que antes eran; ustedes no son lo que
eran en Adán, ni son lo que eran cuando fueron creados. El hombre fue
creado puro y santo. Ustedes no son las criaturas perfectas que algunos
presumen ser; ustedes están completamente caídos, completamente
extraviados, llenos de corrupción y suciedad. ¡Oh! Por favor no
escuchen el canto de la sirena de quienes les hablan de su dignidad
moral, o de su elevada capacidad en los asuntos de la salvación.
Ustedes no son perfectos; esa terrible palabra “ruina,” está escrita en
sus corazones; y la muerte está sellada en su espíritu.
No pienses, oh hombre moral, que tú serás capaz de comparecer
ante Dios sólo con tu moralidad, pues no eres otra cosa que un cadáver
embalsamado en legalidad, un esqueleto vestido elegantemente, pero
finalmente putrefacto a los ojos de Dios. ¡Y tampoco pienses tú, que
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posees una religión natural, que tú puedes hacerte aceptable ante Dios
mediante tu propia fuerza y poder! ¡Vamos, hombre! ¡Tú estás muerto!
Y tú puedes maquillar a un muerto tan gloriosamente como te plazca,
pero no dejará de ser una solemne burla.
Allí está la reina Cleopatra: con una corona sobre su cabeza, vestida
con sus mantos reales, siendo velada en la sala mortuoria. ¡Pero qué
escalofríos recorren tu cuerpo cuando pasas junto a ella! Aun en su
muerte, se ve bella. ¡Pero cuán terrible es estar junto a un muerto, aun
si se trata de una reina muerta, muy celebrada por su belleza
majestuosa! Así también tú puedes tener una belleza gloriosa y ser
atractivo, amable y simpático; te pones sobre tu cabeza la corona de la
honestidad, y te vistes con los vestidos de la rectitud, pero a menos que
Dios te haya dado vida ¡oh, hombre! a menos que el Espíritu haya
obrado en tu alma, tú eres a los ojos de Dios tan desagradable, como
ese frío cadáver es desagradable para ti.
Tú no elegirías vivir con un cadáver para que comparta tu mesa;
tampoco a Dios le agrada tenerte ante sus ojos. Él está airado contigo
cada día, pues tú estás en pecado: tú estás muerto. ¡Oh! Debes creer
esto; deja que penetre en tu alma; aplícalo a ti, pues es muy cierto que
estás muerto, tanto espiritualmente como legalmente.
El tercer tipo de muerte es la consumación de las otras dos. Es la
muerte eterna. Es la ejecución de la sentencia legal; es la consumación
de la muerte espiritual. La muerte eterna es la muerte del alma; tiene
lugar después que el cadáver ha sido colocado en la tumba, después
que el alma ha salido de él. Si la muerte legal es terrible, es debido a
sus consecuencias; y si la muerte espiritual es espantosa, es debido a
todo lo que viene después. Las dos muertes de las que hemos hablado
son la raíz, y esa muerte que vendrá es la flor que nace de esa raíz.
¡Oh! quisiera tener las palabras apropiadas para poder describirles lo
que es la muerte eterna. El alma se ha presentado ante su Hacedor; el
libro ha sido abierto; la sentencia ha sido pronunciada: “Apartaos de
mí, malditos” ha sacudido el universo y ha oscurecido a los astros con
el enojo del Creador; el alma ha sido arrojada a las profundidades
donde permanecerá con otros en muerte eterna. ¡Oh! cuán horrible es
su condición ahora. ¡Su cama es una cama de fuego; los espectáculos
que contempla son de tal naturaleza que aterran a su espíritu; los
sonidos que escucha son gritos sobrecogedores, y quejidos y gemidos y
lamentos; y su cuerpo sólo conoce un dolor miserable! Está sumido en
un dolor indecible, en una miseria que no conoce el descanso.
El alma mira hacia arriba. La esperanza no existe, se ha ido. Mira
hacia abajo llena de terror y miedo; el remordimiento se ha adueñado
de su alma. Mira hacia la derecha y las paredes impenetrables del
destino la mantienen dentro de sus límites para torturarla. Mira hacia
su izquierda y allí los muros de fuego ardiente descartan la menor
posibilidad de colocar una escalera para poder escapar. Busca en sí
misma el consuelo, pero un gusano que muerde dolorosamente ha
penetrado en su alma. Mira a su alrededor y no encuentra a ningún
amigo que le pueda ayudar, ni a ningún consolador, sino sólo
atormentadores en abundancia. No tiene a su disposición ninguna
esperanza de liberación; ha escuchado la llave eterna del destino girar
en su terrible cerradura, y ha visto que Dios toma la llave y la lanza al
fondo del abismo de la eternidad donde no podrá ser encontrada nunca.
No tiene esperanza, no tiene escape, no hay posibilidad de liberación;
desea ardientemente la muerte, pero la muerte es su encarnizada
enemiga y no vendrá; anhela que la no-existencia lo trague, pero esta
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muerte eterna es peor que la aniquilación. Anhela la exterminación
como el trabajador ansía el día de descanso. Espera ser tragado por la
nada de la misma manera que un preso anhela su libertad. Pero nada
de esto sucede: está eternamente muerta.
Cuando la eternidad haya recorrido muchísimas veces sus ciclos
eternos, estará todavía muerta. La eternidad no tiene fin; la eternidad
sólo puede deletrearse con la eternidad. Y después de todo eso, el alma
verá un aviso escrito sobre su cabeza: “Tú estás condenada para
siempre.” Escucha aullidos que durarán por toda la eternidad; ve
llamas que no se pueden extinguir; sufre dolores que no pueden
mitigarse; oye una sentencia que no retumba como los truenos de la
tierra, que pronto se desvanecen, sino que va en aumento, más y más,
sacudiendo los ecos de la eternidad, haciendo que miles de años se
sacudan nuevamente con el horrible trueno de su terrible sonido:
“¡Apartaos de mí! ¡Apartaos de mí! ¡Apartaos de mí! ¡Malditos!” Esta es
la muerte eterna.
II. En segundo lugar, EN CRISTO JESÚS HAY VIDA, pues Él dice: “Y
no queréis venir a mí para que tengáis vida.” No hay vida en Dios Padre
para un pecador; no hay vida en Dios Espíritu Santo para un pecador,
aparte de Jesús. La vida de un pecador está en Cristo. Si piensas que
en el Padre puedes encontrar la vida aparte del Hijo, aunque Él ame a
Sus elegidos, y decrete que vivirán, no es así; la vida está solamente en
el Hijo. Si tomas a Dios el Espíritu Santo aparte de Jesucristo, a pesar
de que es el Espíritu quien nos da vida espiritual, sin embargo la vida
está en Cristo, la vida está en el Hijo. Ni nos atreveríamos ni podríamos
pedir la vida espiritual a Dios el Padre o a Dios el Espíritu Santo. Lo
primero que se nos ordena hacer cuando Dios nos saca de Egipto es
comer la Pascua. Eso es lo primero. El primer medio por el que
recibimos la vida es comiendo la carne y la sangre del Hijo de Dios;
viviendo en Él, confiando en Él, creyendo en Su gracia y Su poder.
Nuestra segunda consideración es: hay vida en Cristo. Les
mostraremos que hay tres tipos de vida en Cristo, de la misma manera
que hay tres tipos de muerte.
En primer lugar hay vida legal en Cristo. De la misma manera que
todos los hombre considerados en Adán tenían una sentencia de
condenación dictada contra ellos en el momento que Adán pecó, y más
especialmente en el momento de su propia primera trasgresión, así
también, yo, si soy un creyente, y tú, si confías en Cristo, hemos
recibido una sentencia legal absolutoria, dictada a nuestro favor por
medio de la obra de Jesucristo.
¡Oh, pecador condenado! Tú puedes estar aquí hoy, condenado como
el prisionero de Newgate (famosa prisión de Londres para los
condenados a muerte); pero antes de que pase este día, tú puedes estar
tan libre de culpa como los ángeles del cielo. Hay vida legal en Cristo, y,
¡bendito sea Dios! algunos de nosotros la tenemos. Sabemos que
nuestros pecados son perdonados porque Cristo sufrió el castigo
merecido por esos pecados; sabemos que nosotros mismos no podremos
ser castigados, pues Cristo sufrió en lugar nuestro. La Pascua ha sido
sacrificada por nosotros; el dintel y los postes de la puerta han sido
rociados y el ángel exterminador no puede tocarnos jamás. Para
nosotros no hay infierno, aunque esté ardiendo con terribles llamas. No
importa que Tofet esté preparado desde hace mucho tiempo, y tenga un
buen suministro de leña y mucho humo, nosotros nunca iremos allí:
Cristo murió por nosotros, en nuestro lugar. ¿Qué importa que haya
instrumentos de horrible tortura? ¿Qué importa si hay una sentencia
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que produce los más horribles ecos de sonidos atronadores? ¡Sin
embargo, ni los tormentos, ni la cárcel, ni el trueno, son para nosotros!
En Cristo Jesús hemos sido liberados. “Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.”
¡Pecador! ¿Estás tú, legalmente condenado esta mañana? ¿Sientes
que es así? Entonces déjame decirte que la fe en Cristo te hará saber
que has sido absuelto legalmente. Amados hermanos, no es una
fantasía que estamos condenados por nuestros pecados, es una
realidad. Tampoco es una fantasía que hemos sido absueltos, es una
realidad. Si un hombre va a morir en la horca, pero recibiera un perdón
de última hora, sentiría que es una grandiosa realidad. Diría: “he sido
perdonado completamente, ya no pueden condenarme otra vez.” Así me
siento yo—
“Libre de pecado ahora, camino en libertad,
La sangre del Salvador es mi completo perdón,
A sus amados pies me arrojo,
Para rendirle homenaje, siendo un pecador redimido.”
Hermanos, hemos ganado una vida legal en Cristo, y no podemos
perder esa vida legal. La sentencia fue dictada en contra nuestra una
vez: pero ahora ha sido anulada. Está escrito: “AHORA, PUES,
NINGUNA CONDENACIÓN HAY,” y esa anulación es tan válida para mí
dentro de cincuenta años, como lo es ahora. No importa cuántos años
vivamos, siempre estará escrito: “Ahora, pues, ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús.”
Continuando, en segundo lugar, hay vida espiritual en Cristo Jesús.
Como el hombre está muerto espiritualmente, Dios tiene una vida
espiritual para él, pues no hay ninguna necesidad que no pueda ser
suplida por Jesús, no hay ningún vacío en el corazón, que Cristo no
pueda llenar; no hay ningún lugar solitario que Él no pueda poblar, no
hay ningún desierto que Él no pueda hacer florecer como una rosa.
¡Oh, ustedes pecadores que están muertos! que están muertos
espiritualmente, hay vida en Cristo Jesús, pues hemos visto ¡sí! estos
ojos lo han visto, que los muertos reviven; hemos conocido al hombre
cuya alma estaba totalmente corrompida, pero que por el poder de Dios
ha buscado la justicia; hemos conocido al hombre cuya visión era
completamente carnal, cuya lujuria lo dominaba plenamente, y cuyas
pasiones eran muy poderosas, pero que, de pronto, por un irresistible
poder del cielo, se ha consagrado a Cristo, y se ha convertido en un hijo
de Jesús.
Sabemos que hay vida en Cristo Jesús de un orden espiritual; sí, y
más aún, nosotros mismos, en nuestras propias personas, hemos
sentido esa vida espiritual. Recordamos muy bien cuando estábamos en
la casa de oración, tan muertos como el propio asiento en el que
estábamos sentados. Habíamos escuchado durante mucho, mucho
tiempo el sonido del Evangelio, sin que surtiera ningún efecto, cuando
de pronto, como si nuestros oídos fuesen abiertos por los dedos de
algún ángel poderoso, un sonido penetró en nuestro corazón. Creímos
escuchar a Jesús que decía: “El que tenga oídos para oír, oiga.” Una
mano irresistible apretó nuestro corazón hasta arrancarle una oración.
Nunca antes habíamos orado así. Clamamos: “¡Oh Dios!, ten
misericordia de mí, pecador.”
¿Acaso algunos de nosotros no hemos sentido una mano que nos
apretaba como si hubiésemos sido sorprendidos en un vicio, y nuestras
almas derramaban gotas de angustia? Esa miseria era el signo de una
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nueva vida. Cuando una persona se está ahogando no siente tanto
dolor como cuando logra sobrevivir y está en proceso de recuperación.
¡Oh!, recordamos esos dolores, esos gemidos, esa lucha encarnizada
que nuestra alma experimentaba cuando vino a Cristo. ¡Ah!, podemos
recordar cuando recibimos nuestra vida espiritual tan fácilmente como
puede hacerlo un hombre que ha resucitado de su sepulcro. Podemos
suponer que Lázaro recordaba su resurrección, aunque no recordara
todas las circunstancias que la rodearon. Así nosotros también, aunque
hayamos olvidado mucho, ciertamente recordamos cuando nos
entregamos a Cristo. Podemos decir a cada pecador, sin importar cuán
muerto esté, que hay vida en Cristo Jesús, aunque esté podrido y lleno
de corrupción en su tumba. El mismo que levantó a Lázaro nos ha
levantado a nosotros; y Él puede decir, aún a ti pecador: “¡Lázaro!, ven
fuera.”
En tercer lugar, hay vida eterna en Cristo Jesús. ¡Oh!, y si la muerte
eterna es terrible, la vida eterna es bendita; pues Él ha dicho: “Y donde
yo estuviere, allí también estará mi servidor.” “Padre, aquellos que me
has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para
que vean mi gloria.” “Yo les doy vida eterna; y no perecerán para
siempre.” Entonces, cualquier arminiano que quiera predicar acerca de
ese texto debe comprar algo que le ayude a estirar sus labios de manera
especial; nunca podría decir toda la verdad sin retorcerla de una
manera muy misteriosa. La vida eterna: no una vida que se pueda
perder, sino la vida eterna. Si perdí mi vida en Adán, la recobré en
Cristo; si me perdí a mí mismo eternamente, me he encontrado a mí
mismo en Jesucristo. ¡Vida eterna! ¡Oh pensamiento bendito! Nuestros
ojos brillan de gozo y nuestras almas se encienden en un éxtasis al
pensar que tenemos vida eterna.
¡Estrellas, apáguense!, dejen que Dios ponga Su dedo sobre ustedes:
pero mi alma vivirá en el gozo y la bienaventuranza. ¡Oh sol, oscurece
tu ojo!, mi ojo verá “al Rey en su hermosura” mientras que tu ojo no
hará sonreír más a la verde tierra. ¡Y tú, oh luna, enrojece de sangre!
Pero mi sangre nunca dejará de ser; este espíritu vivirá cuando tú
hayas dejado de existir. ¡Y tú, grandioso mundo!, tú puedes
desaparecer por completo tal como la espuma desaparece sobre la ola
que la transporta; sin embargo, yo tengo vida eterna. ¡Oh tiempo!, tú
puedes ver a las gigantes montañas morir y esconderse en sus tumbas;
puedes ver a las estrellas como higos remaduros caer del árbol, pero
nunca, nunca, verás morir mi espíritu.
III. Esto nos lleva al tercer punto: LA VIDA ETERNA ES DADA A
TODO AQUEL QUE VENGA BUSCÁNDOLA. Nunca hubo nadie que
haya venido a Cristo buscando la vida eterna, la vida legal, la vida
espiritual, que no la haya recibido antes, en algún sentido, habiéndole
sido manifestado que la tenía tan pronto como vino. Tomemos uno o
dos textos: “por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que
por él se acercan a Dios.” Todo hombre que venga a Cristo encontrará
que Cristo puede salvarle: no solamente puede salvarlo un poco,
liberarlo de un pequeño pecado, librarlo de un pequeño juicio, llevarlo
por un trecho para luego soltarlo: sino que puede salvarlo
completamente de todo pecado, protegerlo durante todo el juicio, hasta
las mayores profundidades de sus aflicciones, durante toda su
existencia.
Cristo le dice a todo el que viene a Él: “Ven, pobre pecador, no
necesitas preguntar si tengo poder para salvar. Yo no te voy a preguntar
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qué tan hundido estás en el pecado; Yo puedo salvarte plenamente.” Y
no hay nadie en la tierra que pueda traspasar ese “plenamente.”
Ahora, otro texto: “El que a mí viene (noten que las promesas son
casi siempre para los que vienen) no lo echo fuera.” Todo aquel que
venga encontrará abierta la puerta de la casa de Cristo, y la puerta de
Su corazón también. Todo aquel que venga (lo digo en el sentido más
amplio) encontrará que Cristo tiene misericordia de él. La cosa más
absurda del mundo es querer tener un Evangelio más amplio que el que
está contenido en la Escritura. Yo predico que todo hombre que cree
será salvo: que todo hombre que viene hallará misericordia.
La gente me pregunta: “Pero supongamos que un hombre que no es
elegido viene, ¿será salvo?” Tú estás suponiendo una cosa sin sentido y
no te la voy a responder. Si un hombre no es elegido, nunca vendrá.
Cuando en efecto viene, esa es la mejor prueba de su elección. Alguien
dice: “Supongamos que alguien viene a Cristo sin ser llamado por el
Espíritu.” Detente, hermano mío, esa no es una suposición válida, pues
algo así no puede suceder; dices eso sólo para enredarme, y no lo vas a
lograr. Yo afirmo que todo aquel que viene a Cristo será salvo. Puedo
decir eso como calvinista o como hipercalvinista, tan sencillamente
como tú. Yo no tengo un Evangelio más limitado que el tuyo; mi único
Evangelio está colocado sobre un cimiento sólido, mientras que el tuyo
está construido sobre arena y podredumbre. “Todo aquel que venga
será salvo; porque ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere.”
“Pero,” objeta alguien, “supongamos que todo el mundo quisiera
venir, ¿los recibiría Cristo a todos?” Ciertamente sí, si vinieran todos;
pero no quieren venir. Les digo que a todos los que vengan, ay, aun si
fueran tan malos como los diablos, Cristo los recibirá; si todo tipo de
pecado y de suciedad fluyera de sus corazones como de un sumidero
común utilizado por todo el mundo, Cristo los recibirá. Otro dice:
“Quiero saber acerca del resto de la gente. ¿Puedo salir y decirles:
Jesucristo murió por cada uno de ustedes? ¿Puedo decir: hay justicia
para cada uno de ustedes, hay vida para cada uno de ustedes?” No; no
puedes. Puedes decir: hay vida para todo el que viene. Pero si tú dices
que hay vida para alguno de esos que no creen, estarías diciendo una
mentira muy peligrosa. Si les dices que Jesucristo fue castigado por sus
pecados, y sin embargo se pierden, estarías diciendo una vil falsedad.
Pensar que Dios pudo castigar a Cristo y luego castigarlos a ellos: ¡me
sorprende que te atrevas al descaro de decir eso!
Un buen hombre predicaba una vez que había arpas y coronas en el
cielo para toda su congregación; y luego concluyó de la manera más
solemne: “Mis queridos amigos, hay muchos para quienes están
preparadas estas cosas que nunca llegarán allá.” De hecho, inventó esa
historia lamentable, y pudo haber sido cualquier otra historia. Pero les
diré por quiénes debió haber llorado. Debió haber llorado por los
ángeles del cielo y por todos los santos, pues eso arruinaría al cielo
completamente.
Tú sabes cuando te reúnes en Navidad, que si has perdido a tu
hermano David y su asiento está vacío, dirás: “Bien, siempre
disfrutamos de la Navidad, pero ahora no es igual; ¡el pobre David está
muerto y enterrado!” Imagínense a los ángeles diciendo: “¡Ah!, este es
un cielo hermoso, pero no nos gusta ver todas esas coronas que están
allá cubiertas de telarañas; no podemos soportar esa calle deshabitada:
no podemos contemplar aquellos tronos vacíos.” Y entonces, pobres
almas, tal vez comenzarían a hablar entre sí, diciendo: “ninguno de
nosotros está seguro aquí pues la promesa fue: ‘Yo doy vida eterna a
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mis ovejas,’ y hay muchas de esas ovejas en el infierno a las cuales Dios
dio vida eterna. Hay muchas personas por las que Cristo derramó su
sangre que están ardiendo en el abismo, y si ellos pueden ser enviados
allí, nosotros también podemos ir. Si no podemos confiar en una
promesa, tampoco podemos confiar en la otra.” Así el cielo perdería sus
cimientos, y caería. ¡Largo de aquí con ese evangelio que no tiene
sentido! Dios nos da un Evangelio seguro y sólido, construido sobre un
pacto sellado con hechos y bien ordenado en sus relaciones, sobre
eternos propósitos y cumplimientos seguros.
IV. Llegamos ahora al cuarto punto, QUE POR NATURALEZA
NINGÚN HOMBRE VENDRÁ A CRISTO, pues el texto dice: “Y no queréis
venir a mí para que tengáis vida.” Yo afirmo con base en la autoridad de
la Escritura por medio de este texto, que no quieren venir a Cristo para
que puedan tener vida. Les digo, podría predicarles por toda la
eternidad, podría pedir prestada la elocuencia de Demóstenes o de
Cicerón, pero ustedes no querrían venir a Cristo. Podría pedirles de
rodillas, con lágrimas en mis ojos, y mostrarles los horrores del infierno
y los gozos del cielo, la suficiencia de Cristo, y su propia condición
perdida, pero ninguno de ustedes querría venir a Cristo por ustedes
mismos a menos que el Espíritu que descansó en Cristo los traiga. Es
una verdad universal que los hombres en su condición natural no
quieren venir a Cristo.
Pero me parece que escucho a uno de estos charlatanes que hace
una pregunta: “Pero, ¿no podrían venir si quisieran?” Amigo mío, te voy
a responder en otra ocasión. Ese no es el tema que estamos analizando
hoy. Estoy hablando de si quieren, no acerca de si pueden. Ustedes se
darán cuenta, siempre que hablan acerca del libre albedrío, que el
pobre arminiano en dos segundos comienza a hablar acerca del poder,
mezclando dos conceptos que deben mantenerse separados. Nosotros
no vamos a tratar esos dos temas conjuntamente; rehusamos tener que
pelear con dos a la vez, si me lo permiten. En otra ocasión voy a
predicar sobre este texto: “Ninguno puede venir a mí si el Padre no le
trajere.” Pero hoy sólo estamos hablando acerca del querer; y es un
hecho que los hombres no quieren venir a Cristo, para que puedan
tener vida.
Podríamos demostrar esto por medio de muchos textos de la
Escritura, pero sólo vamos a tomar una parábola. Ustedes recuerdan la
parábola en la que un cierto rey preparó una fiesta para su hijo, e invitó
a un gran número de personas para que vinieran; los bueyes y los
animales engordados fueron preparados y envió a sus mensajeros para
invitaran a muchos a la cena. ¿Fueron a la fiesta los invitados? Ah, no;
sino que todos ellos, como si se hubieran puesto de acuerdo,
comenzaron a poner pretextos. Uno dijo que se había casado, y por lo
tanto no podría asistir, aunque muy bien pudo haber traído a su
esposa con él. Otro había comprado una yunta de bueyes y quería ver
cómo trabajaban; pero la fiesta era en la noche, y no podía probar a sus
bueyes en la oscuridad. Otro había comprado un pedazo de terreno, y
quería verlo; pero es difícil pensar que fue a verlo con una linterna. Así
que todos pusieron pretextos y no quisieron asistir. Pero el rey estaba
decidido a tener la fiesta; por eso dijo: “Vé por los caminos y por los
vallados e” invítalos; ¡alto! no invítalos; fuérzalos a entrar;” pues ni aun
los mendigos harapientos en los vallados habrían querido venir si no
hubieran sido forzados.
Tomemos otra parábola: Un cierto hombre tenía una viña; y en el
momento oportuno envió a uno de sus siervos para cobrar su renta.
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¿Qué le hicieron? Golpearon al siervo. Entonces envió a otro siervo; y lo
apedrearon. Todavía envió a otro y lo mataron. Y, finalmente, dijo:
“Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán
respeto.” Pero ¿qué hicieron? Dijeron: “Éste es el heredero; venid,
matémosle, para que la heredad sea nuestra.” Y así lo hicieron. Lo
mismo sucede con todos los hombres por naturaleza. Vino el Hijo de
Dios, y sin embargo los hombres lo rechazaron. “Y no queréis venir a mí
para que tengáis vida.”
Nos tomaría mucho tiempo mencionar más pruebas de la Escritura.
Sin embargo, nos vamos a referir ahora a la gran doctrina de la caída.
Cualquiera que crea que la voluntad del hombre es enteramente libre, y
que puede ser salvo por medio de esa voluntad, no cree en la caída.
Como se los he repetido a menudo, muy pocos predicadores de la
religión creen en verdad completamente en la doctrina de la caída, o
bien creen que cuando Adán cayó se fracturó su dedo meñique, y no se
rompió el cuello arruinando a toda su raza. Pues bien, amados
hermanos, la caída destruyó al hombre enteramente. No dejó de afectar
ni una sola potencia; todos fueron hechos pedazos, fueron
contaminados y envilecidos; como si en un grandioso templo, los pilares
todavía están allí, partes de la nave, alguna pilastra y una que otra
columna todavía permanecen allí; pero todo está destruido, aunque
algunos elementos todavía retienen su forma y su posición.
La conciencia del hombre algunas veces retiene mucho de su
sensibilidad, pero eso no significa que no esté caída. La voluntad
tampoco se escapó. Y aunque es el “Alcalde de Alma-humana,” como
Bunyan la llama, el Señor Alcalde se ha descarriado. El Señor
“Obstinado” ha estado continuamente haciendo lo malo. La naturaleza
caída de ustedes no funciona; su voluntad, entre otras cosas, se ha
apartado claramente de Dios. Pero les diré la mejor prueba de ello; es el
grandioso hecho que nunca han conocido en la vida a un cristiano que
les haya dicho que vino a Cristo sin que mencionara que Cristo vino
primero a él.
Me atrevería a decir que ustedes han oído muchos buenos sermones
arminianos, pero nunca han oído una oración arminiana, pues cuando
los santos oran, son una misma cosa en palabra, obra y mente. Un
arminiano puesto de rodillas oraría desesperadamente igual que un
calvinista. No puede orar sobre el libre albedrío: no hay espacio para
eso. Imagínenlo orando así: “Señor, te doy gracias porque no soy como
esos pobres calvinistas presumidos. Señor, yo nací con un glorioso libre
albedrío; yo nací con el poder de ir a ti por mi propia voluntad; yo he
aprovechado mi gracia. Si todos hubieran hecho lo mismo con su gracia
como lo he hecho yo, todos podrían haber sido salvos. Señor, yo sé que
Tú no puedes hacernos querer si nosotros mismos no lo queremos así. Tú
das la gracia a todo mundo; algunos no la utilizan, pero yo sí .Hay
muchos que irán al infierno a pesar de haber sido comprados con la
sangre de Cristo al igual que yo; a ellos les fue dado el Espíritu Santo
también; tuvieron una muy buena oportunidad, y fueron tan bendecidos
como lo he sido yo. No fue tu gracia lo que hizo la diferencia; acepto que
sirvió de mucho, pero fui yo el que hizo la diferencia; yo hice buen uso de
lo que me fue dado, en cambio otros no lo hicieron así; esa es la
diferencia principal entre ellos y yo.”
Esa es una oración diabólica, pues nadie más que Satanás podría
orar así. ¡Ah!, cuando están predicando y hablando cuidadosamente,
puede entrometerse la doctrina errónea; pero cuando se trata de orar,
la verdad salta, no pueden evitarlo. Si un hombre habla muy despacio,
Sermón #52 El Libre Albedrío: Un Esclavo 11
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puede hacerlo muy bien; pero cuando se pone a hablar rápido, el viejo
acento de su terruño, donde nació, se revela.
Les pregunto otra vez, ¿han conocido alguna vez a algún cristiano
que haya dicho: “Yo vine a Cristo sin el poder del Espíritu?” Si en efecto
alguna vez han conocido a un hombre así, no deben dudar en
responderle: “Mi querido señor, yo verdaderamente lo creo, pero
también creo que saliste también sin el poder del Espíritu, y que no
sabes nada acerca del tema del poder del Espíritu, y que estás en hiel
de amargura y en prisión de maldad.” ¿Acaso escucho a algún cristiano
diciendo: “Yo busqué a Jesús antes que Él me buscara a mí?” No,
amados hermanos; cada uno de nosotros debe poner su mano en su
corazón y decir—
“La gracia enseñó a orar a mi alma,
Y también hizo que mis ojos derramaran lágrimas;
Es la gracia la que me ha guardado siempre,
Y nunca me abandonará.”
¿Hay aquí alguien, alguien solitario, hombre o mujer, joven o viejo,
que pueda decir: “Yo busqué a Dios antes que Él me buscara a mí?” No;
y aun tú que eres un poco arminiano vas a cantar—
“¡Oh, sí!, verdaderamente amo a Jesús,
Sólo porque Él me amó primero.”
Y ahora otra pregunta. ¿Acaso no nos damos cuenta, aun después de
haber venido a Cristo, que nuestra alma no es libre, sino que es
guardada por Cristo? ¿Acaso no nos damos cuenta, aun ahora, que el
querer no está presente en nosotros? Hay una ley en nuestros
miembros, que está en guerra contra la ley de nuestras mentes. Ahora,
si quienes están vivos espiritualmente sienten que su voluntad es
contraria a Dios, ¿qué diremos del hombre que está “muerto en delitos
y pecados”? Sería una cosa maravillosamente absurda poner ambos al
mismo nivel; y sería aun más absurdo poner al que está muerto antes
del que está vivo. No; el texto es verdadero, la experiencia lo ha grabado
en nuestros corazones. “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Ahora, debemos decirles las razones por las que los hombres no
quieren venir a Cristo. Primero, porque ningún hombre por naturaleza
considera que necesita a Cristo. Por naturaleza el hombre considera
que no necesita a Cristo; considera que está vestido con sus ropas de
justicia propia, que está bien vestido, que no está desnudo, que no
necesita que la sangre de Cristo lo lave, que no está rojo ni negro, y que
no necesita que ninguna gracia lo purifique. Ningún hombre se da
cuenta de su necesidad hasta que Dios no se la muestre; y hasta que el
Espíritu Santo no le haya mostrado la necesidad que tiene de perdón,
ningún hombre buscará el perdón. Puedo predicar a Cristo para
siempre, pero a menos que sientan que necesitan a Cristo, jamás
vendrán a Él. Puede ser que un doctor tenga un consultorio muy
bueno, y una farmacia bien surtida, pero nadie comprará sus
medicinas a menos que sientan la necesidad de comprarlas.
La siguiente razón es que a los hombres no les gusta la manera en
que Cristo los salva. Alguien dice: “No me gusta porque Él me hace
santo; no puedo beber o jurar si Él me ha salvado.” Otro afirma:
“Requiere de mí que sea tan preciso y puritano, y a mí me gusta tener
mayor libertad.” A otro no le gusta porque es tan humillante; no le
gusta porque la “puerta del cielo” no es lo suficientemente alta para
pasar por ella con la cabeza erguida, y a él no le gusta tener que
inclinarse. Esa es la razón principal por la que no quieren venir a
Cristo, porque no pueden ir a Él con las cabezas erguidas; pues Cristo
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los hace inclinarse cuando vienen. A otro no le gusta que sea un asunto
de la gracia desde el principio hasta el final. “¡Oh!” dice:”si yo pudiera
llevarme algo del honor.” Pero cuando se entera que es todo de Cristo o
nada de Cristo, un Cristo completo o sin Cristo, dice: “no voy a ir,” y
gira sobre sus talones y se va. ¡Ah!, pecadores orgullosos, ustedes no
quieren venir a Cristo. ¡Ah!, pecadores ignorantes, ustedes no quieren
venir a Cristo, porque no saben nada acerca de Él. Y esa es la tercera
razón.
Los hombres desconocen Su valor, pues si lo conocieran, querrían
venir a Él. ¿Por qué ningún marinero fue a América antes de que
Cristóbal Colón fuera? Porque no creían que América existiera. Colón
tenía fe, y por tanto él sí fue. El que tiene fe en Cristo viene a Él. Pero
ustedes no conocen a Jesús; muchos de ustedes nunca han visto su
hermosísimo rostro; nunca han visto cuán valiosa es su sangre para un
pecador, cuán grande es su expiación; y que Sus méritos son
absolutamente suficientes. Por tanto “no queréis venir a Él.”
Y ¡oh!, queridos lectores, mi última consideración es muy solemne.
He predicado que ustedes no quieren venir. Pero algunos dirán: “si no
vienen es su pecado.” ASÍ ES. Ustedes no quieren venir, pero entonces
esa voluntad de no venir es una voluntad pecaminosa. Algunos piensan
que estamos tratando de poner “colchones de plumas” a la conciencia
cuando predicamos esta doctrina, pero no hacemos eso. Nosotros no
afirmamos que es parte de la naturaleza original del hombre, sino que
decimos que pertenece a su naturaleza caída.
Es el pecado el que te ha sumido en esta condición de no querer
venir. Si no hubieras caído, querrías venir a Cristo en el momento en
que te es predicado; pero no vienes por tus pecados y crímenes. La
gente se excusa a sí misma porque tiene un corazón malo. Esa es la
excusa más débil del mundo. ¿Acaso el robo y el hurto no vienen de un
corazón malo? Supongan que un ladrón le dice a un juez: “No pude
evitarlo, tenía un mal corazón.” ¿Qué diría el juez? “¡Bandido!, si tu
corazón es malo, voy a darte una mayor sentencia, pues tú eres
ciertamente un villano. Tu excusa no sirve para nada.” El Todopoderoso
“se reirá de ellos, se burlará de todas las naciones.” Nosotros no
predicamos esta doctrina para excusarlos a ustedes, sino para que se
humillen. La posesión de una mala naturaleza es tanto mi culpa como
mi terrible calamidad.
Es un pecado que siempre será achacado a los hombres. Cuando no
quieren venir a Cristo es el pecado lo que los aleja. Quien no predica
eso, me temo que no es fiel a Dios ni a su conciencia. Vayan a casa,
entonces, con este pensamiento; “soy por naturaleza tan perverso que
no quiero venir a Cristo, y esa perversidad impía de mi naturaleza es mi
pecado. Merezco ir al infierno por eso.” Y si ese pensamiento no te
humilla, a pesar de que el Espíritu lo está usando, ninguna otra cosa
podrá hacerlo. Este día no he ensalzado la naturaleza humana, sino
que la he humillado. Que Dios nos humille a todos. Amén.
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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermón #52 – Volumen 1
Free Will: A Slave

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