lunes, 1 de febrero de 2010

PERDON Y SANIDAD - POR MARTYN LLOYD- JONES

“ahora, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra autoridad para perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (Mateo 9:6).
En el hombre dos naturalezas están combinadas. Él es al mismo tiempo espíritu y materia, cielo y tierra, alma y cuerpo. Por esta razón, por un lado él es un hijo de Dios, y por otro lado, él es condenado a la destrucción a causa de la Caída; pecado en su alma y enfermedad en su cuerpo testifican el derecho que la muerte tiene sobre él. Es la doble naturaleza que ha sido redimida por la gracia divina. Cuando el Salmista invita a todo lo que hay dentro de él para bendecir al Señor por Sus beneficios, él clama:
“Bendice, alma mía, al Señor, y no te olvides de ninguno de sus beneficios. Es él quien perdona todas tus iniquidades, quienes sana todas tus enfermedades” (Salmos 103:2-3). Cuando Isaías profetizó la liberación de su pueblo, él añadió: “Y habitante ninguno dirá: Enfermo estoy; el pueblo que en ella habitar será perdonado de su iniquidad” (Isaías 33:24). La predicción fue realizada además de toda expectativa cuando Jesús, el Redentor, descendió a esta tierra. Cuan numerosas fueron las sanidades operadas por Él, que vino para establecer en la tierra el reino del cielo! Sea por Sus propios actos o más tarde por los mandamientos que Él dejó a sus discípulos, no nos muestra claramente que la predicación del Evangelio y la sanidad de los enfermos anduvieron juntas en la salvación que Él vino a traer? Ambas fueron pruebas evidentes de Su misión como el Mesías:
“Los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos son purificados, y los sordos oyen; los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:5). Jesús, que tomó bajo Sí el alma y el cuerpo del hombre, libera ambas en igual medida de las consecuencias del pecado.
Esta verdad no es en ninguna parte más evidente o mejor demostrada que en la historia del paralítico. El Señor Jesús comienza diciéndole: “Perdonados son tus pecados” (Mateo 9:5), a lo que después añade: “levántate, toma tu lecho, y ve hacia tu casa”. El perdón del pecado y la sanidad de la enfermedad completa o al otro, porque a los ojos de Dios, que ve nuestra naturaleza completa, pecado y enfermedad están íntimamente unidos como el cuerpo y el alma. De acuerdo con las Escrituras, nuestro Señor Jesús consideró el pecado y la enfermedad en otra luz de la que tenemos. Con nosotros, pertenecíamos al pecado al dominio espiritual; nosotros reconocemos que él está bajo el justo juicio de Dios, justamente condenado por Él, mientras que la enfermedad, por el contrario, vemos solamente como una parte de la presente condición de nuestra naturaleza, y no tiendo nada a ver con la condena de Dios y Su justicia. Algunos van más lejos al decir que la enfermedad es una prueba del amor y gracia de Dios.
Pero ni las Escrituras y ni aún el propio Jesucristo jamás hablaron de enfermedad en esta luz, ni jamás presentaron la enfermedad como una bendición, como una prueba del amor de Dios que debe ser soportada con paciencia. El Señor habló a los discípulos de diversos sufrimientos que ellos deberían soportar, pero cuando Él habla de enfermedad, siempre es como un mal causado por el pecado y Satanás, y de lo cual debemos ser liberados. Muy solemnemente Él declaró que cada discípulo de él debería cargar su cruz (Mateo 16:24), pero Él nunca enseñó una persona enferma a aceptar ser enfermo. Por toda parte que Jesús curó al enfermo, siempre trató la sanidad como una de las gracias pertenecientes al reino de los cielos. Tanto el pecado en el alma, como la enfermedad en el cuerpo testifican el poder de Satanás, y “el Hijo de Dios se manifestó: para destruir las obras del Diablo” (1 Juan 3:8).
Jesús vino para liberar los hombres del pecado y de la enfermedad para que Él pudiera hacer conocido el amor del Padre. En Sus acciones, en Sus enseñanzas a los discípulos, en los hechos de los apóstoles, perdón y sanidad son siempre encontrados juntos. Uno y otro pueden aparecer, sin dudas, en un mayor realce, de acuerdo con el desarrollo de la fe de aquellos para quien ellos hablaron. A veces fue la sanidad la que preparó el camino para la aceptación del perdón; algunas veces fue el perdón que precedió a la sanidad, que, viniendo más tarde, se hizo un sello para el perdón. En la parte inicial de Su ministerio, Jesús curó muchos de los enfermos, encontrándoles listos para creer en la posibilidad de la sanidad de ellos. De este modo, buscó influenciar corazones para RECIBIRLE como Aquel que era capaz de perdonar el pecado. Cuando Él vio que el paralítico podía recibir perdón inmediatamente, Él comenzó por aquello que era de mayor importancia; después vino la sanidad, que puso un sello en el perdón que había sido concedido a él.
Nosotros vemos, por los relatos dados en los Evangelios, que era más difícil para los judíos de aquel tiempo creer en el perdón de los pecados que en la sanidad divina. Hoy, es decir justamente lo contrario. La Iglesia Cristiana tiene oído tanto de la predicación del perdón de los pecados que el alma sedienta fácilmente recibe este mensaje de la gracia; pero, no es lo mismo con la sanidad divina; que es raramente hablada; no son muchos los creyentes que la han experimentado. Es verdad que la sanidad divina no es dada hoy como en aquellos tiempos, a las multitudes que Cristo curó sin haber conversión precedente. Para recibirla, es necesario comenzar por la confesión de pecado y el propósito de vivir una vida santa.
Esta es a buen seguro la razón porque las personas encuentran mayor dificultad en creer en la sanidad que en el perdón; y esta es también la causa por la cual aquellos que reciben la sanidad al mismo tiempo que la nueva bendición espiritual, se sienten más íntimamente unidos al Señor Jesús, y aprenden a Amarlo y Lo SIRVEN mejor. La incredulidad puede intentar separar estos dos dones, pero ellos siempre están unidos en Cristo. Él es siempre el mismo Salvador, tanto del alma como del cuerpo, igualmente pronto para conceder perdón y sanidad. El redimido puede siempre clamar: “Bendice, alma mía, al Señor, y no te olvides de ninguno de sus beneficios. Es él quien perdona todas tus iniquidades, quienes sana todas tus enfermedades” (Salmos 103:2-3).
Sacado de un pequeño documento encontrado en internet (hace ya algo de tiempo y he intentado rescatar la fuente pero ha sido imposible) que consta de 4 breves sermones bajo el título: Sanidad Divina. Los siguientes los iremos publicando posteriormente.

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